Los moratones de la princesa no eran por el guisante, se los hizo masturbándose salvajemente contra el dosel de la cama.
A la mañana siguiente.
Nunca hubo ojeras más bonitas que los violáceos dragones que descansaban bajo sus ojos y escupían fuego cuando miraba.
Y su piel estaba tan suave como el sexo de los ángeles.
Y sus labios, mordidos, hinchados, calientes y rojos, sonrieron al decirle mientras se largaba:
Gracias por prestarme esa cama, príncipe. Hasta luego.
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