lunes, 24 de diciembre de 2012

Angustia.

    Estas Navidades me están sabiendo a lo que dicen los tristes que sabe el Otoño.

   Aunque a mí siempre me ha gustado el frío y la lluvia, pero moja más cuando es repentina y llora alguien susurrándole a Dios que por qué le ha engañado.

Susurrando,
                             muy bajito
y Dios y ella saben que esta vez 
no es una plegaria, 
es una pregunta, 
retórica.


    Dime por qué, Dios, nos quieres matar de pena, o de miedo cada domingo, qué te parece tan gracioso en eso de acabar las semanas con el corazón en un puño, haciendo fuerza para que los ojos no se derramen otro día más y para que los labios no se separen y te griten.

    No somos tan fuertes, cada embestida nos deshace un poco más -recordad que somos solo polvo- y estamos sudando todas las gotas de pegamento que nos unen.

    A qué juegas poniéndonos entre la realidad y la pared   de pinchos que se cierran cada día. Dónde nos has dejado la capacidad de creernos el optimismo que predicamos ahora con boca pequeña. No podemos parpadear porque cualquier día nos cae el techo de un hospital sobre nuestras cabezas y será como ver a cámara lenta cómo se incendia el cielo y no podemos refugiarnos de las llamaradas.

    Por qué ni nos salvas de tener el temblor a flor de piel. Danos un respiro, me gustaría que si se me chocan los dientes fuera solo por el frío y no de aguantar un llanto más.

    Por favor, no nos obligues a acabar con las existencias de abrazos de esta Navidad.

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